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    No recuerdo el nombre de aquel pequeño pueblo, recogido y ocre, en el que pasé un mes cortando uvas allá por los años setenta. Sé que está en el sur de Francia, en una vasta campiña de viñedos, subido en un promontorio arrugado y apretadas todas sus casas en torno a una maciza iglesia que proyecta su tosca estructura de piedra sobre los verdes pámpanos de los viñedos.\n\n

    Ya sé que esta experiencia no es el prototipo de lo que normalmente llamamos viaje de placer, levantarse a las seis de la mañana, cortar uvas durante doce horas con lluvia, sol o viento, no son los ingredientes de un viaje de divertimento, pero fue mi primer gran desplazamiento, mi primera salida al extranjero y el deseo de aventura, más que la necesidad de ganar unas pelas, aunque los tiempos eran duros y precarios, fueron los me llevaron a este rincón perdido de Francia en compañía de una familia de mi pueblo, las granainas, que ya llevaban algunas temporadas recolectando la uva y a la que me unía la amistad con su hijo, al que llamábamos Manolico el de Arturo.\n\n

    El inicio del viaje se me ha quedado prendido en la maraña tenebrosa del tiempo; mi capacidad de observación en aquellos años era fútil, mis anhelos eran otros, pero es de difícil olvido el trayecto que hice desde Barcelona al lugar de destino final, en un tren viejo y achacoso, de madera, de transporte de ganado, ¡bastarda manera de enviarnos a captar divisas la de aquellos políticos de la época!; la noche se me hizo eterna, la briza que se colaba por las rendijas, grieteaba no sólo la piel sino también el alma, aunque el ansia de conocer otras formas de entender la vida, verse libre de la tutela familiar, daba sustento a la desesperación y al enfado.\n\n

    Los reportajes que después he visto sobre los jornaleros andaluces que marchaban a la vendimia, con ser crudos, con expresar un descarnado realismo se han quedado siempre cortos con mi vivencia, con el desprecio y desconsuelo que yo viví en aquel viaje.\n\n

    El pueblo no era muy grande, una iglesia subida en un montículo y, alrededor de ella, descolgándose lentamente casas de color pardo, callejuelas estrechas y descarnadas. Los contornos de la villa viñedos y más viñedos, el horizonte estaba teñido de verde, el aire esparcía pámpanos verdes, la luz era verde. La estancia en la que íbamos a pasar un mes era una casa deshabitada, escasa en pertenencias, fría y desvencijada.\n\n

    Casi todas las mañanas fueron frías, en varias amanecidas la lluvia hizo acto de presencia, alguna que otra colgó en su balconada matutina un sol marchito pero todas fueron hirientes; con fresco, con aguacero, con el astro rey, cortar uvas se hace duro y pesado; te punzan las manos, te lastimas la espalda y emulando a Miguel Hernández: “te duele hasta el aliento” Después de un día largo y rudo de trabajo, volvíamos a aquella casa agria que acababa de pisotear la poca dignidad humana que nos quedaba. Preparar la comida de la noche y del día siguiente era el último esfuerzo que nos exigía la pena de ser pobres antes de acostarnos. \n\n

    Algún domingo que no trabajé di unos paseos por sus calles, las imágenes que conservo son difusas, trazos de vías vacías, solitarias, manchadas con el ocre del tiempo, ausentes de vida, por lo que platicar con sus moradores no fue posible, ellos no son amantes de la calle, viven encerrados en sus moradas, a cal y canto, cuando no están en sus faenas, es un estilo de vida diferente al que yo estaba acostumbrado.\n\n

    Había una especie de bar, tienda, panadería, un totum revolutum, normalmente vacía, al que acudí, pocas veces, el ahorro primaba por encima de la diversión, en compañía de algunos vendimiadores a cicatrizar las heridas del esfuerzo, con una cerveza fresca o un vaso de vino del lugar.\n\n

    La vuelta a España, hasta la frontera, no fue en un tren del viejo oeste, como el de la venida, era un tren de verdad, moderno, por primera vez viajé en un veloz gusano metálico, no era el ave actual pero se le parecía. Su correr era silencioso, suave y placentero. La dignidad redundaba en todos los vagones, la elegancia corría con la cadencia de las gacelas, la amabilidad de los revisores tenía la armonía del canto de la marsellesa, el regusto que deja el queso francés. \n\n

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  • 2011-02-04 07:48:28
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  • Vendimia en el sur de Francia
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