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  • EL OLIVAR, LA ENCINA Y EL PINAR\n\n

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    La mañana viene deprisa, acelerada. El cielo de un gris plomizo comienza a emitir los primeros tintes de luz sobre las líneas rojizas de la Alhambra. En las aceras, los árboles soñolientos, soportan los primeros ruidos rodantes, los peatones, inhalan los sofocantes humos de los coches, la ciudad se despereza, el ajetreo toma posesión del asfalto.\n\n

    Camino de la estación, en el autobús, no va muy lleno para la hora que es, hora crítica, hora punta de una mañana laboral, Pedro piensa en su familia, a la que deja, espera que por última vez, para reincorporarse, en Sant Adrià, en Barcelona, a su tarea diaria, a su agonizante misión política. A Pablo, su hijo pequeño, que está empadrado, le han resbalado dos lágrimas nada más abrir los ojos, esta mañana, cuando lo ha llamado, cuando lo ha despertado. Al despedirse le ha dado uno, dos, tres..., infinidad de besos; si hubiera sido por él, aún, ahora que sale el tren, no estaría sentado en él, todavía estaría dándole besos, se habría perdido gustoso la escuela, Pedro hubiera perdido el tren.\n\n

    Granada no tiene una gran estación en el sentido monumental; es una estación modesta arquitectónicamente, de segundo orden; no tiene la bóveda inmensa de la de Valencia, ni el hall multicolor, espacioso y polifacético que tiene la de Barcelona. Es una estación de provincias, esto, sigue pesando todavía por estas tierras. La sala de espera es pequeña, oscura, poco acogedora; el hall, ridículo, dinámico, de paso. \n\n

    El tren ha salido a la hora prevista; atraviesa la ciudad entre las espaldas manchadas de los edificios, por lugares solitarios y sucios; la ciudad no respeta los parajes del tren, no trata bien los espacios de este medio de transporte, el tren; quizás sea por el ruido, por su monstruosidad, por... Los pueblos, sin embargo, no le dan tan descaradamente la espalda, es verdad que tampoco lo quieren entre sus calles, pero al menos le dan espacio abierto a las afueras, a campo libre, para que campe a sus anchas, para que no anden encorsetados, para que no pisen podredumbre. Ha enfilado el campo confiado, jovial. La vega comienza a peinarse, a asearse, a ponerse radiante; un amanecer espléndido, una mañana soleada, contribuye a ello. \n\n

    Por esta vega, amplia, alegre, también cabalgó, pensativo, Bohaddil, antes de perder su reino, antes de ceder sus dominios, antes de entregar su cetro, antes de llorar como un niño ante los reyes cristianos. Por esta florida vega, corrió su jovial lozanía, derramó su ardor pasional; por estos parajes confesó sus temores, lloró sus tristezas; aquí urdieron su suerte, maquinaron su muerte, de aquí partió con dolor. Pedro, sentado, mira a través de los cristales y observa incrédulo la comitiva colorista y numerosa que le acompaña en el compartimento.\n\n

    También corrió, también vivió en esta vega gitana, pensó y escribió en este vergel de ensueño, Federico, los apellidos, se los ha apropiado el tren para ondearlo a los cuatro vientos, para pasearlo ufano, para presumir de nombre. \n\n

    Hemos dejado los mamotretos fabriles, enjambres humanos, en un trajín permanente, derechos hacia "Iliberis"; y, en su cresta, arruinado por el tiempo, un monasterio, testigo ciego de sus pétreos secretos bajo su manto de lava, nos otea impasible.\n\n

    Viene el revisor ejerciendo su función, viene pidiendo los billetes, viene impecablemente vestido, viene pausadamente amable. \n\n

    El pantano de Cubillas, esta mañana, está plácido, relajado, su lámina cristalina estampa, temporalmente, la larga figura del tren. Un cinturón verde de pinos le rodea y protege su lánguido sueño. Calicasas, mira embelesada su soledad, en el espejo ralo del embalse. \n\n

    El periódico descansa en el asiento de al lado, mientras yo reviso lentamente cada palmo de tierra, escudriño cada recoveco del camino, que se va presentando, me embriago de cada haz de luz que aparece tras las lomas encogidas que va dejando atrás esta máquina infernal, este engendro anacrónico.\n\n

    Estamos atravesando, en estos momentos, una campiña de olivares; son los primeros síntomas de color aceituna, comienzan a aparecer pinceladas de rancio verde por doquier, se ordenan en perfecta formación el jugoso olivo; un tercio del recorrido de este viaje estará impregnado de este pigmento. Las hileras pasan enhiestas, quedan atrás estáticas.\n\n

    El vagón no va lleno. La mayoría de los pasajeros son gente mayor, jubilados que probablemente vayan a ver a sus hijos que un buen día emigraron buscando mayor fortuna, mejor acomodo, o, algunos, retornen a su hogar, después de haber revivido su niñez, su adolescencia, al cabo de muchos años. Las mujeres, amas de casa, hacen ganchillo unas, leen revistas del corazón otras, algunos hombres el periódico.\n\n

    La mañana se presenta tranquila, sosegada; hay poco rumor, nada de movimiento. A mi costado, dos viejecitos charlan que te charlan; sus conversaciones son, suaves, casi leves susurros. \n\n

    Iznalloz se acerca a nosotros, con su sólida y robusta iglesia al frente, majestuoso, seguro, señorial; encaramado en una loma, que perforamos como el sacacorchos que penetra en el tapón de una botella de buen vino, disfruta de una recoleta vega, en estos días, llena de rastrojos otoñales. Apenas si ha parado el tren; no nos ha dado tiempo de inhalar el seco olor de las matas de maíz segado, del pasto, no hemos podido contemplar sus casas, desparramadas como gotas en cascada, sobre la oquedad del túnel. El porche de madera de su estación está muy deteriorado; la pintura ha desaparecido, desgastada por la lluvia, por el sol, y todas las inclemencias del tiempo, dejando entrever sus carcomidos orígenes.\n\n

    Comenzamos a subir, suavemente, una vez dejada la estación; la pendiente es pronunciada, se oye el ronquido entrecortado, el lamento pesado y dolorido del tren en su subir; coronada ésta, en un esfuerzo final, el artilugio mecánico, inicia un lento balanceo, un sutil movimiento arrítmico, encajonado muchas veces, bordeando pequeños tesos claveteados de verde otras, y sesgando pequeñas colinas medio calvas las más de las veces. Va lento, pausado, como queriendo dar tiempo al viajero para que contemple este paisaje que, aunque osco y tosco, desprende sensaciones de agreste suavidad, y sublima el espíritu si se observa con nostalgia.\n\n

    Una banda de palomas ha levantado el vuelo; han dibujado tres ágiles tirabuzones en el azul del cielo, han saeteado el aire con su fácil volar y se han posado, al unísono, mansamente, en un rastrojo enfermizo.\n\n

    Estas pequeñas colinas que atravesamos ahora, ralas de vegetación y surcadas de minúsculos barrancos, aquí y allí alguna vieja encina, han abierto sus carnes para que el tren corra por su interior. De tanto en tanto algún humilde cortijo nos otea, nos contempla, quieto, blanco, solitario. \n\n

    Píñar, pequeño apeadero, testigo mudo de nuestro paso, queda a la izquierda, inmerso en su amplia soledad campestre. El cielo ha abierto raudo, azul al dejarlo; unas diminutas nubes blancas se pierden en el lejano horizonte. El tren sintiéndose poderoso, avanza dislocado, como un galgo tras la liebre por los breñales serranos.\n\n

    Los abundantes olivos, los eternos olivos nos vuelven a acompañar en nuestro caminar encauzado. En algunos tramos la carretera también nos hace compañía, larga, solitaria, a estas horas, hay poca circulación.\n\n

    Acabamos de dejar a la derecha un pequeño caserío, indiferente, olvidado, sin nombre, para mí, que voy relatando y posiblemente para todos los viajeros que van hoy en este tren; para sus pocos habitantes, seguro que un lugar agradable, dulce su pronunciación, paradisíaco su sentir, dura su vivencia sin embargo por lo que veo. Este aislado poblado está rodeado de un enorme valle osco y vacío; no existe vegetación, ni sembrados, está completamente baldío. A la derecha está bordeado por una mediana montaña de escasa altura.\n\n

    Entra una chica con un carrillo ofreciendo bebidas y otras golosinas; no es que las dé como hacen en los aviones, no, aquí, las venden.\n\n

    A mi hijo mayor, Antonio, ayer le eché una fuerte regañina; estos días estaba insoportable; mi mujer dice que por los antibióticos que está tomando, ha cogido un resfriado bronco, puede que lleve razón; normalmente no se comporta así, pero ha habido momentos, en este permiso, en los que ha sido inaguantable su proceder; a pesar de la bronca, al despedirse esta mañana, me ha abrazado como un hombre; hoy he sentido a mi hijo, responsable, mayor, consciente de que él quedaba como cabeza de familia, como el soporte, como el estandarte de la responsabilidad familiar. Hasta ahora, cada vez que salía de viaje, que ha sido con mucha frecuencia, su despedida era como la de los críos, como su hermano pequeño, me besaba y ponía la cara para que yo le respondiera con otro ósculo; esta mañana me ha echado los brazos sobre los hombros, es un gran mocetón a pesar de sus doce años, me ha rodeado, me ha apretado, fuerte, con deseo, con sentimiento y he sentido que ya hay otro hombre en casa, que el niño empieza a desprenderse de su ingenuidad, que comienza a despuntar el hombre, el adulto. Me alegro de este descubrimiento, quizás me ha cogido un poco a contrapié, en un mal momento. Desde hoy debo tratarlo de diferente forma, tengo que relacionarme con él en otros términos.\n\n

    Los dos trenes, el de Almería y el nuestro, yo me apropio de él literariamente y en nombre de todos los usuarios, en ningún caso quiero secuestrarlo para mí solo, han llegado al unísono, al mismo tiempo, a su punto de encuentro, Moreda. El nuestro, el de Granada, galante, ha dejado entrar primero a su compañero en la pequeña estación; aquí se darán la mano e iremos juntos, en el mismo convoy, hasta nuestro destino final, Barcelona. \n\n

    Un lento altavoz anuncia: "el tren rápido...hará una parada de quince minutos aproximadamente"; esta coletilla es muy empleada en las estaciones y creo que con mucho acierto porque generalmente no se cumple nunca el horario anunciado. Mis acompañantes, los otros viajeros, unos pocos, comienzan a almorzar, otros se levantan y bajan a estirar las piernas, a respirar el sólido aire de esta altiplanicie, el sórdido sol de esta perdida estación. \n\n

    Los vagones procedentes de Almería, dorada como la llamara el poeta, comienzan la maniobra de aproximación; juntos emprenderemos viaje cuando los responsables lo estimen oportuno, cuando las coordenadas horarias lo permitan, unidos compartiremos tiempo, espacio, vértigo.\n\n

    En esta estación, parados, me doy cuenta que el ochenta por ciento de los ocupantes del vagón son mujeres. También aquí ganan en la estadística, como en casi todos los órdenes de la vida.\n\n

    Moreda, nudo de encuentro de dos mundos distintos: del desierto y la Alhambra, del mar y la nieve, es una despoblada estación. No hay en sus alrededores, visible, nada que indique vida, no hay indicios de casas que configuren aunque sea un minúsculo poblado. Está formada por una estructura recia, alargada y remozada que dan cobijo a las dependencias ferroviarias; también una pequeña cantina. Un mastodóntico edificio, antiguo silo del grano que estas frías tierras cosechaban, preside la entrada de esta recoleta estación.\n\n

    La voz de la estación, que desde dentro del vagón se oye bastante lejana, mal, anuncia que salimos. Algunos viejecitos, que habían salido, a estirar las piernas o a tomar un pequeño café, han subido azorados, con precipitación, al oír la inminente marcha.\n\n

    Moreda queda sola, aislada, seca, entre el cielo y una desértica campiña, sin vegetación, bajo un incipiente calor otoñal. Los rastrojos secos del trigo configuran un amarillento manto ondulado que se resquebraja y se descompone por torrenteras pardas y resecas, la envuelven. Es la visión reiterativa desde que hemos salido. Probablemente el pequeño pueblo que asoma, ahora, a la derecha, tras una agachada colina, sea el auténtico Moreda, el pueblo.\n\n

    Algunos ovillos de lana, pacen tranquilos en medio de los amarillos pastizales, vigilados por perros fugaces, controlados por pastores agrestes.\n\n

    Iniciamos una subida, casi imperceptible. En algunos parajes, manchas verdes, aquí y allá, cuadros rallados longitudinalmente, dan una visión diferente de las opacas extensiones de tierra yerma. La planicie comienza a levantarse, a escalonarse; el tren va rayando diminutos pómulos de labor donde algún tractor perdido tritura la tierra.\n\n

    Un caserío se ha echado encima sin darnos cuenta. Pedro Martínez, que así se llama, está en medio de unos campos extensos, labrados unos, otros no, de color ocre beige que se mezclan en el horizonte con el tibio azul del cielo. La parada ha sido casi insustancial, pero por su reducido edificio, de paredes granates y blancas, en las esquinas, pululaban, tranquilos, varios gatos.\n\n

    Tierra abandonada, en su mayor parte, es el panorama que tras dejar este pobre apeadero vamos encontrando; en las colinas alguna encina centenaria, en las vaguadas algunos chaparrales agazapados. Aquí, el paisaje es de continuo vaivén, no el del tren, sino que el campo se retuerce como sacudido por un dolor fuerte, que la tierra se balancea a descompás, configurando un escenario de pequeños tesos, de graves oquedades, mezcladas arbitrarias, caprichosamente que dan una visión zigzagueante al espectador.\n\n

    Alamedilla y Guadahortuna, apeadero fantasma, queda a nuestra izquierda, sin pararnos. Inmediatamente atravesamos un profundo barranco sobre un puente metálico que desprende un ruido furibundo y que nos conduce, de súbito, a un túnel. Salidos, entramos en continuos cortados sobre las laderas de encinares añejos e incipientes pinares.\n\n

    Otro ruido extraño, un sonido metálico, nos recuerda que volvemos a asomarnos, otra vez, sobre el vacío. El paso de este es diferente; su estruendo se ha perdido bastante en la oquedad abismal. El avanzar sobre tierra firme es suave, deslizante el pasar por un puente es como el galope de una manada de trotones, como el furioso aporreamiento de una puerta metálica en una manifestación laboral.\n\n

    Otro caserío pasa a nuestra izquierda y queda sumido en su impotencia, como encogiéndose sobre sí mismo, para resguardar a sus moradores del ruido, del vértigo, de la celeridad que arrastra este ímpetu de fogosidad y que contrasta fuertemente con la paz, con la quietud de sus lares. El cuadro es rojizo, mezclado con verde oliva. Las montañas se van acercando, lenta pero pausadamente, a nuestro frente.\n\n

    Cabra del Santo Cristo lo dejamos atrás a las diez cincuenta y cinco de una calmosa mañana. Es un apeadero entumecido, apegado a la lóbrega tierra, como las lapas se adosan hasta el esfuerzo supremo en las rocas marinas. Escasamente hemos parado más de treinta segundos. El rojizo de la tierra se hace más denso, el intenso verde olivo comienza a saturar el paisaje.\n\n

    A mi derecha va un matrimonio mayor; él con pinta de profesor de ética, seguro que muy versado y bregado en los avatares de la vida escolar, ella, pequeña, seria, apostaría que ama de casa. En la estación, en Granada, ya me llamó la atención por la forma de hablar con su hijo, por su físico. Está comiendo un bocadillo de tortilla francesa; come despacio, pausado, come con tiento.\n\n

    Estas pequeñas lomas que atravesamos, están acaparadas por un verde suave de esparto, con algunas calvas incipientes; el resto de ellas es de color ocre claro.\n\n

    Unas montañas agrestes nos comienzan a engullir, primero muy suavemente cuando pasamos por Huesca, a medida que la dejamos, los barrancos son más profundos, las cortadas en las laderas más pronunciadas. Como queriendo esconderse algún serpenteante caudal de agua aparece y desaparece entre la maleza. Un primer túnel bastante largo y espeso nos advierte que prestemos atención a nuestro alrededor porque lo que se nos avecina es un paisaje extraordinario, es un paraje único. Las primeras y suaves colinas, lentas y desparramadas, nos muestran un verde de pino tierno y algún solitario recuadro de verde olivo que se atreve a rivalizar con el pinar. Aquí el tren sube despacio; no para darnos tiempo en la plácida contemplación de esta naturaleza agreste y montaraz, sino porque sus fuerzas no le permiten ir más deprisa. Su trepar renqueante es un puro quejido desgarrado.\n\n

    Dejamos la leve frondosidad de los pinos jóvenes y entramos en una distante coreografía de montículos pelados y desiertos con escasas esparteras. Una altiplanicie de pedregales, con protuberancias mamarias, anárquicamente distribuidas y de diferentes tamaños, domina el paisaje. En medio de esta morfología extraña, Larva, antiguo apeadero aniquilado por los años, queda varado, con los restos esqueléticos de su pasado, al que nadie presta atención. Este tramo es salvado por el tren con eses prolongadas, que suben milimétricamente, que se alzan casi imperceptiblemente. Las montañas de nuestro entorno, las más lejanas, están peladas, son monumentos desgastados del pasado.\n\n

    Un largo y enorme puente metálico, bajo cuyos pies, en la profundidad del abismo, corre un tenue hilo de agua, nos saca de la rutina, nos advierte con su descompensado ruido sordo, que estemos prestos, que este osco paisaje que estamos atravesando, de opacos lentos, de ocres sordos, de tierras yermas, se tornará, en breve, en esplendorosos verdes, en milimétricas hileras, en millones y millones de olivareras. A su paso, una bandada de grajos, ha levantado el vuelo de la ladera cercana y han llenado el vacío, que arrastra el abismo, de negro; volátiles de presagios tristes que esperan un desenlace cruel en el lance equilibrista que el tren hace sobre la oquedad.\n\n

    El profesor de ética, ha mirado de reojo, varias veces, para ver qué escribo; le ha picado la curiosidad. Hasta ahora es el único personaje que me ha llamado la atención; por eso lo recojo en mis anotaciones; los demás, son amorfos, distantes, desdibujados; Cada uno sumido en sus miserias, en sus cavilaciones, - pasa otra vez la chica de las bebidas -, o simplemente aburrido en la contemplación del paisaje. El profesor se ha levantado y se ha ido al otro extremo del vagón, sobran asientos, posiblemente a pensar, seguro que a meditar.\n\n

    El olivar comienza a hacerse reiterativo. El tren silba como queriendo advertir a esta tropa olivarera formada, que le deje el paso libre, que no puede detenerse, que él tiene que avanzar irremediablemente, que no se puede parar, como ellos, siempre estáticos, siempre inmóviles, siempre verdes. La tierra que deja entrever el verde oscuro, es apenas visible, es casi insustancial, es indiferente; lo auténtico, lo más llamativo, lo que domina, lo que se impone, es el alineamiento, es el intenso verde, el sempiterno olivo. El verde comienza a saturar nuestras retinas. Está por todas partes, a izquierda, a derecha, de frente, detrás, arriba de las colinas, en los cauces de las hondonadas, lo oteamos cuando el tren se sube a los tesos, le vemos sus troncos cenitales cuando nos agachamos en las torrenteras. Ha rodeado nuestro mundo, ha tomado posesión de la tierra. Por este lago aceituno, por este mar andaluz, surcaron el mar Mediterráneo, los griegos y los romanos; por su tacto, por su olor, por su fino y claro sabor emprendieron la conquista de la España, los alfanjes, los hijos del desierto. \n\n

    Los Propios y Cazorla, es el barquero, el primer bastión, la puerta de entrada de este vasto lago verde. Bajada una leve pendiente, nos acercamos a Jódar, que como náufrago en medio de las placidas aguas aceitunas, a media altura de las olas de este mar verde, siempre quietas, sin movimiento, siempre colgadas en su primera elevación, está acompañado de una pequeña y casi derruida factoría, su muda compañera. El Guadalquivir, corre entre eses cortas y lentas que bañan los pliegues oscuros de este manto ondulado, a su paso por Jódar.\n\n

    Pasa de nuevo la chica y le compro una lata de cerveza. Tengo hambre; voy a comerme un "bocata". El paisaje sigue siendo verde.\n\n

    No tenía hambre, tenía mucha hambre, estaba hambriento. Me he comido dos bocadillos: uno de tortilla francesa, el otro de cabeza de jabalí; los he rociado con la cerveza fresca que le he comprado a la camarera.\n\n

    El verde se nos mete hasta los tuétanos. Como una mancha irreal, como una pincelada discordante en el texto de este gigantesco lienzo, de esta composición pictórica, se encuentra la estación Linares-Baeza. Hay un centro escolar, a la entrada, a la izquierda, que conserva, aún, al menos los letreros así lo indican, la discriminación social, la separación educativa por sexos. Esto, me ha llamado la atención poderosamente; quiero suponer que no será una realidad activa, esta práctica está desterrada, superada en nuestra constitución y en las costumbres escolares de este país, hace varios lustros; seguro que será un descuido, eso sí, imperdonable, de los que rigen la administración educativa por estos lares. Tiene una estación remozada, la parte de los edificios comerciales, no el resto que configuran, junto con la escuela, una barrera que la separa del resto de la población. El altavoz, este sí, sonoro, fuerte, anuncia nuestra llegada y una estancia de treinta minutos, aproximadamente. Bajaré y tomaré un cortado. Hace pocos minutos que he acabado los bocadillos y me sentará bien; al mismo tiempo desentumeceré mi dolorido cuerpo y estiraré mis encogidos y embotados pies.\n\n

    He bajado, he atravesado las vías, no me gustan los pasos subterráneos, me deprimen y he entrado en la cafetería; no he tomado el cortado, cuando he penetrado en el local, la gana ha desaparecido, en cambio he comprado una botella de agua de Lanjarón.\n\n

    El día es casi caluroso; nosotros, dentro, no lo notamos; el vagón, el tren está climatizado y por ahora funciona; en otros viajes, me gustan los viajes y en tren, he pasado mucho calor porque no funcionaba el aire acondicionado; hoy, tocaré madera, aunque aquí no la hay, para que dure la suerte, aún, funciona.\n\n

    En la cafetería había unos carteles, pegados en la pared, anunciando una manifestación en defensa del tren. Me ha llamado la atención. Mi primera reacción ha sido recabar información del camarero, del por qué de esa convocatoria, me he retraído y no he preguntado nada. No sé de qué va, supongo que para reivindicar una mejora sustancial de este medio de transporte, viejo, comunitario. Falta hace que los responsables hagan algo por mejorarlo, por ponerlo a la altura de los tiempos que corren; en esta parte de la piel de toro está dejado de la mano de Dios. \n\n

    El viaje en tren es abierto, directo, locuaz. En el tren nadie es extraño; el tren incita al diálogo, el tren es toda franqueza, todo comunicación. El tren abre las almas, el tren penetra y expande el sentimiento del hombre, el tren nos hace más humanos.\n\n

    Cuando he intentado subir, una chica rubia, guapa, esbelta, estaba taponando la entrada, se ha apartado y me ha dejado libre la entrada; he visto al profesor, en los primeros asientos; leía un libro; no he podido ver su título.\n\n

    El altavoz, anuncia maniobra de cambio de vía del tren rápido García Lorca procedente de Granada y Almería, con destino Valencia y Barcelona. Aquí se han unido el procedente de Málaga y Córdoba, aquí la Andalucía Oriental se da la mano para salir al exterior. Se mueve, retrocede en la dirección de la llegada; se para en los aledaños de la estación; hay una explanada, con matojos secos, a la derecha, rústica vacía; tengo el presentimiento que no ha mucho tiempo, han sido quemados los matorrales, los antepasados a los actuales; posiblemente los de ahora corran la misma suerte, en un futuro no muy lejano.\n\n

    El vagón no es nuevo; aunque se conserva bastante bien; está limpio; es digno. Sin embargo, algunas manchas de humedad en la moqueta de las paredes, denota una cierta dejadez.\n\n

    Esta estación es grande, es un nudo importante en la red andaluza. En ella, siempre que paso, que es con frecuencia, se ven obras de acondicionamiento, de remodelación. Hay un movimiento febril y fabril. El tren ha hecho el acoplamiento en la vía número uno. No miré el reloj a la llegada pero, aseguraría que el tiempo anunciado, ha sido rebasado con creces. Esta es la asignatura pendiente, esta la razón por la que los trabajadores, los responsables, todos, de renfe, deberían trabajar, tendrían que esforzarse por aprobar. Es la causa de más críticas, que más comentarios peyorativos provoca de parte de los usuarios. Lo de aproximadamente se ha vuelto a cumplir otra vez.\n\n

    Anuncian la partida y el tren se pone en marcha a las doce cuarenta y cinco de la mañana. Fuera, el sol es dueño absoluto. La luz amplia, radiante, acaparadora, envuelve la estación y se ramifica por el verde olivar. Han subido dos chicas al vagón, el porcentaje de mujeres aumenta de estación en estación, todavía más.\n\n

    La salida de Linares es monótona, llana, verde; es semejante a la entrada, igual; tiene una pequeñísima diferencia las interlíneas terrestres trazadas en la verde campiña no es blanca, es roja. \n\n

    En Vadollano, apeadero montañero, se inicia una mezcla peculiar de matorral, chaparros, encinas y algún olivo.\n\n

    Poco a poco hemos ido subiendo; unos matorrales escuálidos han tomado, por unos instantes, posesión del terreno, primero en la margen izquierda de la vía, con más lentitud en la derecha. En medio de esta ascensión, Cabrerizas, desguazada, nos empuja hacia unos montes rojos, chillones por entre canales rojos.\n\n

    Estos montículos altos, encrespados, cortados, rojizos, con olivos agarrados a sus laderas, trepando por sus estribaciones y unos cortijos blancos en su cima, impactan poderosamente la visión. Estos desafiantes testigos, nos permiten el paso, rápida, inmediatamente, a la estación de Vilches, cuna de alguno de mis compañeros de seminario, allá por los años sesenta, en Santa Fe. No los he vuelto a ver; a veces me gustaría volver a reunirme, aunque sea por un solo día, con todos aquellos con los que compartí tantos rezos, con los que viví tantas y tantas aventuras monacales.\n\n

    De los recuerdos me ha sacado la luz repentina que desprende el túnel que definitivamente deja el olivar; la oscuridad que separa el verde botella del verde pino, el punto negro que marca la línea divisoria entre el sudor y el solaz, entre el trabajo aceituno y el paseo montañero. Vilches, es el guardián de la salida, como los Propios lo fuera de la entrada del gran campamento olivarero.\n\n

    Estamos en las estribaciones del Despeñaperros. El paisaje ha cambiado rápida, bruscamente; el arbolado, también verde, semejante, incluso el fruto, tiene cierta similitud, sigue a nuestro lado, la encina, que ha desplazado al olivo; sólo que esta no está ordenada, campa por doquier sin orden, sin milimetría. Las dehesas de vacuno, de caza, es aquí el valor a cuidar, a conservar. Este paraje, más montaraz, más agresivo, el olivarero era más tranquilo, más lánguido, más bucólico, está horadado de tramo en tramo y serpenteando va en busca de los grandes riscos, de las salvajes paredes, de los agrestes y verticales barrancos que separan Andalucía y Castilla. La Andalucía mora, de la castellana Castilla. Dos concepciones de vida distintos, dos formas de ser diferentes, como distintos son sus paisajes, como diferentes son sus gentes. En medio de este paisaje, anclada en esta naturaleza campestre y casi agreste, Renfe, tiene una fuente de alimentación, tiene la fonda que da sustento, que da el alimento que repone las fuerzas a este cíclope rodante; paramos, no para un buen yantar, el tiene alimentación asistida y permanente, sino para dejar paso a un compañero que viene en dirección contraria.\n\n

    Santa Elena, portero del Despeñaperros, nos da la linterna para adentrarnos en la umbría fresca de los barrancos, nos entrega los aparejos necesarios para avanzar por las escarpadas laderas, sortear el agua fría de sus fondos y nos advierte que tengamos cuidado. La carretera juega con nosotros al escondite; avanzamos en zig-zag; a la salida cada uno seguirá su camino por separado. \n\n

    Los cortados acantilados grises lamen los cristales de las ventanas del vagón, como queriendo aprisionarlo, como pretendiendo aplastarlo; no dejan entrar el sol radiante que vaga, a sus anchas, por las crestas de la serranía. Detrás de algunos recovecos, la sierra, consigue tragarnos, pero no puede retenernos por mucho tiempo, no puede comprimir nuestro destino y tiene que desistir y soltarnos; lo intenta una y muchas veces pero acaba siempre por vomitarnos. El bocado es demasiado largo, enormemente pesado, de una gran variedad de pensamientos.\n\n

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  • Viaje a Barcelona en tren, aquel viejo tren de antaño. 1
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