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 Me han levantado temprano, muy temprano. Pero no he dicho ni pío. Tieso como un palo, como un legaña en ojo despierto. El taxi se retrasa, el gps y la hora de la madrugada compensan. Soy poco amigo de aviones y hoy tocan dos. El primero, va lleno. Es un 737-800 y enfila hacia la penumbra con seguridad. Por allí abajo se intuyen Pirineos. Es hora de los zumos; a mis padres les va el capuccino de a bordo. La nube sobre el café es una gran nube sobre Francia que, hacia abajo, rompen ráfagas de grisáceas postales y, hacia arriba, intenta quebrar un sol que amanece decenas de veces. París, al fín. Otro principio. También para Cudy. Unos veinte años, ojos inmensos y sonrisa abierta al mundo. Zampa un bocata mientras explica que, llegada de Toronto, va camino de Dubai donde pasará unos dias con parte de su familia. Viaja sola y su madre la llama cada quince minutos. Le restan catorce llamadas hasta su nuevo embarque. Unas cuantas más para el nuestro. Seguimos deambulando por el inmenso Charles de Gaulle. ¿Quien sería ese hombre tan grande?\n\nY más: ¿cómo puede volar un aparato tan grande?. El 747-400 espera, mientras le asean para su nuevo vuelo. Será largo. Para todos. Nos acomodamos al final del avión. Allí donde las filas de tres asientos dejan paso a las de dos: algo más de espacio. Ni pensar en el horror de 11 horas clavados en alguna de la "cuatrhileras" centrales. Tampoco diviso teles individuales. Mal asunto. Pero despegamos. Dejando atrás París, y los Alpes, y la costa italiana. La noche nos atrapa en la primera esquina africana. En la quinta -cosas de los cambios horarios- el sol repone el día. Y en la séptima -dos películas, una cena, un desayuno y apenas una hora de duermevela después- Mauricio nos da la bienvenida. El primer dia de mi vida en el que he estado completamente en las nubes y en el que nadie me lo ha echado en cara.\n\n\n\n\n\n
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