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  • Era el último año de una carrera académica ejemplar. La asociación de Lingüística y Filología Helvética había decidido dedicarle una compilación de ponencias como homenaje a una “vida académica consagrada a la transmisión de la pasión filológica a la juventud Suiza”. Es verdad que no había llegado a ser Profesor Universitario, pero ese gusanillo que le carcomía la tranquilidad de sus noches juveniles y maduras, había muerto hace muchos años. Lo habían matado los dos “Honoris Causa” recibidos por la Universidad de Ginebra y la de Basilea al cumplir los cincuenta años. Y había sido enterrado para siempre y con todo los honores por las innúmeras veces en que fue llamado como Lector de Honor a las lecciones inaugurales de la Universidad de Zürich.\n\nEra el guardián del fuego, el maestro, aquel que pasaba la antorcha a los futuros filólogos e investigadores que brillarían más tarde en el mundo académico no sólo helvético sino también europeo y americano. Porque sus ex-pupilos jamás lo olvidaban y de Jyväskylä a Porto y de Reijkavik a Tanger no había una Cátedra de Filología que no conociera sus eruditas investigaciones sobre etimologías indoeuropeas, griegas, latinas, arábicas y eslavas. \n\nAsí, cuando Harold Rath afirmaba que era un simple profesor de escuela de griego y latín, un destello de orgullo y secreta vanidad iluminaba sus ojos azules. Varias veces había rechazado la oferta del comité de ocupar la dirección del Liceo Internacional de Ginebra, con un escueto —Tengo cosas más importantes que hacer. Sí, una vida dedicada a la academia, a la investigación, a la tenaz y elusiva historia de las palabras. Pensaba. Es cierto que la viudez y la consiguiente soledad de los últimos quince años había sido una ayuda. Al invierno que se instaló en su vida, a raíz de la muerte de Marta, había seguido un largo otoño de desvaídos colores. Empero su alma poco a poco lo había acogido fundiéndose en él, en una sola naturaleza: no el sol esplendoroso y canicular de julio o el fulgor lejano del sol alpino de los meses de febrero, sino esa luz tibia a la que no se teme y que es tan practica e incluso de una cierta superficial elegancia, pues nos permite usar el abrigo y las gafas de sol. Porque, en el mundillo social —que el lector puede bien imaginar que también existe en la academia —, Harold era uno de los filologos más atractivos para las investigadoras e incluso para algún profesor de preferencias sexuales menos ortodoxas. Más de una colega en similar situación civil, se le había insinuado con mayor o menor sutilidad durante alguna convención universitaria. Ante estos avances, Harold invariablemente sonreía con cortesía y amablemente daba a entender que el amor era un capítulo superado de su vida. Una suerte de edición revisada y definitiva de un libro que no permitía nuevos capítulos. Era la suya, una vida ritmada por las caminatas matinales en su bosquecillo de abedules y sauces cercano a la escuela, la dieta —riquísima en fibras y vegetales— establecida por dos nutricionistas que el Liceo Internacional de Ginebra se podía permitir gracias a las estratosfericas mensualidades que sus estudiantes pagaban, y la media copa de Burdeos que Harold, antes de subir a su piso de la ciudad vieja, apuraba en una enoteca de lujo regentada por su nuera. Sin ser una obligación, esa media copa cotidiana —o más bien, vespertina— era una licencia familiar y medica más que un placer.\n\nAntojabase Harold ser un planeta, afincado en una —para algunos, quizás monótona— órbita alrededor de la ciencia filológica. Llevado por el entusiasmo del límpido símil, Harold Rath había olvidado —de modo imperdonable para un filólogo de su categoría— que la etimología original de planeta, en griego significa errante. Y un cataclismo de proporciones estelares se lo iba recordar. En este juego de símiles, será licito al lector imaginar una estrella fugaz o un meteoro viajando solitorio en la noche del universo. Pero más prosaicamente —en el mundo terrestre de Harold— ese fenómeno llamabase Justine.\n\nTenía Justine la explosiva edad de diecisiete años, y su alcurnia financiera era tan conspicua que su solo apellido le había abierto de par en par las exclusivas puertas del Liceo Internacional, obviando las consabidas y obligatorias entrevista y revisión de su expediente por el cuerpo docente titular del instituto. —Es su último año, y la señorita Justine Suvorov está pre-aprobada en la Escuela Internacional de Altos Estudios. Había anunciado el director —en un tono de satisfacción irrebatible—, y sin solución de continuidad había pasado a exponer el proyecto de remodelación del gimnasio y construcción de la piscina olímpica que el Grupo Petrolero Suvorov había decidido patrocinar. Debese constatar que nadie sonrió con ironía o falsa inteligencia ante las palabras del director —que era un conocido ex-tenista suizo—, y que todos asintieron con naturalidad al deferencial tratamiento. Después de todo, Suiza era un país neutral y el Liceo Internacional tenía como misión apoyar la educación de la juventud con vocación universal. Pensó la mayoría del respetable cuerpo docente, mientras se retiraban a sus correspondientes oficinas y cubículos a preparar la Rentrée escolar.\n\nDebido a sus compromisos académicos extra curriculares, Harold Rath no participó en dicha reunión, y por consiguiente, el símil de la colisión estelar se verificó para él con la potencia de un big-bang, el Lunes del inicio de clases. Justine —como el lector, maliciosamente lo ha ya imaginado— era en efecto, una joven de excepcional belleza y singular inteligencia. Pero no fueron los encantos físicos los que turbaron la tranquilidad de Harold, sino la inexplicable e insolente actitud de Justine y el modo insoportable como ésta le buscaba la mirada durante las clases de gramática hasta hacerle perder la ilación de lo que estaba diciendo. Era la de ellos una guerra no declarada, de miradas, de actitudes, que negaba los principios por los que Harold había luchado toda su vida académica y que lo hacía sentir profundamente culpable. Con justicia imaginaba, que él debía manejar los medios para subvertir o por lo menos aplacar la situación. Con el agravante de no poder consultarlo con ninguno de los colegas, por temor a una comprensible incomprensión —valga el retruécano— sonrió amargamente Harold. \n\n\n¿Qué sentimientos se escondían agazapados detrás de esas continuas escenas de animadversión? Al narrador y al lector de esta historia no les quedará otro recurso que imaginarlo. Pues Harald falleció inesperadamente el fin de semana pasado de un síncope cardíaco. Su hijo y la nuera descubrieron el cadáver, pues la noche del sábado Harold no había descendido a la enoteca de lujo a beber la consabida media copa de burdeos. \n\nAyer Justine cumplió dieciocho años, estaba más radiante que nunca y no dejo de sonreír en todo el día. Hacia la tarde quiso que una compañera le contará detalles del profesor de literatura, Georges Szemann quien es un poeta laureado...\n\n\n
    En la mitología griega Átropos (en griego Ἄτροπος, ‘inexorable’ o ‘inevitable’), a veces llamada Aisa, era la mayor de las tres de las Moiras, quien elegía el mecanismo de la muerte y terminaba con la vida de cada mortal cortando su hebra con sus «aborrecibles tijeras». Trabajaba junto con Cloto, quien hilaba la hebra, y Láquesis, quien medía su longitud. Las tres eran hijas de Zeus y Temis, diosa del orden, o de Nix, la de la noche. No está claro si Zeus era superior a las Moiras o si estaba sujeto a ellas igual que los mortales. Su equivalente en la mitología romana era Morta (‘Muerte’).
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    Wikipedia, Átropos
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    \n(Sin continuación)
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  • El regalo de Justine
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