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  • Es un monstruo enorme de cedro u alguna otra madera preciosa y seguramente prohibida. Tiene puertas a modo de celosías y está recargado de volutas rococó y taraceas por doquier. Me hace recordar uno parejamente espantoso, propiedad de una tía solterona y que ella amorosamente llamaba “mi bargueño”. Los veíamos una vez al año —a la tía y al malhadado mueble—, fecha especial y lúgubre en que la tía Baltasara nos invitaba a una cena invariable a base de canapés de pollo correoso y cidra acida. Solían asistir sólo mis padres y la abuela, pero mi madre obligaba a asistir a aquel de nosotros que hubiera suspendido algún curso en el colegio. A los niños nunca nos daba regalos y nos amenazaba con dejarnos como herencia la monstruosa alacena. Al morir Baltasara, en una especie de entierro clandestino, allá entre los olivares de Boadilla del Monte, a las afueras de Madrid, su hermano trato de enterrarla en él.\n\nEl director de nuestro Centro de Rehabilitación de la Salud Mental —como ahora llama Maynard a nuestro Manicomio—, guarda en el suyo botellas de whisky centenarias y una colección de habanos a un lado. En el otro un centenar de libros que constituyen nuestro Infierno. Toda biblioteca que se respete tiene su Infierno. Ese lugar que alberga los libros destinados a ser leídos tan sólo por uno cuantos elegidos, los censores, y cuyo acceso es negado a los lectores comunes. Maynard me explica que esos métodos están completamente anticuados y que el ha decidido devolver los libros a la biblioteca, y por eso me pide que les de prioridad en la indexación y fichaje y que me ayude Fritz a llevármelos lo más pronto posible. La asistente de Maynard, una arpia que sin consultar jamás la agenda siempre me niega las citas, le hace recordar a su jefe que libros tan valiosos no deben abandonarse al albedrío de los pacientes sin control alguno. Maynard asiente de mala gana y me pide que trabaje en su estudio por las mañanas, de manera tal que cada día yo pueda dar de alta algunos libros en el nuevo sistema. Visiblemente contrariado por no poder utilizar el arcón para guardar la nueva provisión de malteados escoceses que veo en la esquina de su habitación, me dice al irse: —Trate de terminar lo más pronto posible.\n\nLa arpía y yo nos quedamos frente y frente. —Nadie más que yo entra a su estudio a solas. Me dice con un dejo de orgullo.\n—Yo no puedo trabajar si alguien me mira: sufro da ansiedad. Le miento, pues en realidad soy un exhibicionista y me encantaría trabajar en una de esas peceras rodeado de cientos de personas.\n—Tiene una hora. Me espeta al tiempo que bloquea el teléfono de Maynard con un código y se asegura que las gavetas del escritorio estén bien cerradas. \n— Ante esa caverna de caoba llena de libros, siento que se me acelera la respiración. No los toco, inclino la cabeza veinte, treinta cinco grados hasta que puedo leer con claridad algunos títulos: es verdad que la miopía no me ayuda.\nUna cierta decepción se apodera de mi cuando veo que varios de estos libros están acá simplemente porque son ediciones de lujo y no porque esté prohibida su lectura: una edición inglesa en cuarto y a todo color de “El desnudo” de Keneth Clark —vergüenza para Alianza Editorial, pienso—, una primera edición de Master y Johnson de “Human sexual response”, una edición autografiada por el propio Foucault de “La historia de la locura en la época clásica”. Una edición numerada de “Historia de O” de Pauline Réage, varios libros de Helmut Newton.\n\nTrato de encontrar algo realmente prohibido, algún libro que hubiera valido la pena robar o esconder de sus lectores: quizá la edición de la Pleiade de Sade en tres volúmenes. La anoto en la lista para poder llevármela de ahí. Finalmente hago unos descubrimientos algo escabrosos, “Las once mil vergas o los amores de un Hospodar” de Apollinaire, publicado en 1907 como novela pornográfica. Una edición de “Nana” con grabados de Bellenger, una edición increíble de “Madame Edwarda” de Bataille, publicada bajo el seudónimo de Pierre Angélique.\n\nNo me he dado cuenta y la hora ha pasado. La arpía ha vuelto y sus ojillos de vieja tratando de enhebrar una aguja me miran con un rencor inexplicable. —Ya he terminado. Le digo, mientras le doy la lista. Ella cuenta los libros y coteja los títulos con la lista que le tiendo. Yo me alejo con la satisfacción de un timador que ha dado un buen golpe y me retiro a mi cubículo con mi pequeña pila de libros bajo el brazo. Sonrío y pienso en el texto que voy a escribir, y me digo: "Continuará, seguro que continuará."\n\nfree web stats\n\n Blogs HO
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  • 2008-11-04 20:04:43
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  • El infierno del manicomio y mi tía Baltasara
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