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Desayunaba siempre en la misma cafetería. El café y el periódico eran sus compañeros durante los escasos veinte minutos en que se sentaba para tomar un desayuno frugal. La mesa, la de siempre. Al fondo, junto a la ventana que daba a la plazoleta coqueta de la parte vieja de la ciudad. Sin apenas levantar la vista de la sección de internacional, sabía quien pasaba por allí. Oía los tacones llegar desde lejos, se acercaban con desparpajo. Al llegar frente al cristal, el mismo sonido de siempre. El ruido que hace un zapato de tacón al apagar un cigarrillo. A los pocos segundos sonaba el claxon de un coche y se oía como se alejaban los tacones apresuradamente, como si la vida se le fuese a escapar en ese mismo instante. El golpeteo de un bastón sobre las fachadas bajas de los comercios anunciaban que llegaba un invidente, que después entraría en el local para repartir suerte. Tras este, la algarabía de los niños que con sus carteras pesadas cruzaban la plaza para seguir por la calle de los Custodios hasta el colegio antiguo y destartalado. Las mismas vecinas de siempre intercambiaban las mismas palabras de siempre, con la misma cantinela de siempre. Poco después se levantaba, colcándose el abrigo pagaba y salía la calle, directo hasta la oficina. Sin embargo, aquel día, nada fue igual que siempre. Se rompió la monotonía. Ninguno de aquellos sonidos que durante más de veinte años le acompañaron aparecieron. Ni la chica de los tacones, ni los niños, ni las vecinas mojigatas... Nada. Tan sólo escuchó como el sonido de la lluvia golpeaba sobre una madera. Después de eso, el silencio y el olor a tierra húmeda que lo envolvió para siempre.\n
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