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Entre 1986 y 1991 leí con obsesión de discípulo cada nueva obra de Antonio Muñoz Molina, sus cuentos, sus artículos, sus entrevistas en prensa y, por supuesto, todas sus novelas, desde Beatus Ille hasta El jinete polaco. A partir de entonces empecé a tomar distancia -algo me incomodaba- hasta dejar de leerlo y limitarme a seguir su trayectoria de reojo, mientras me iba haciendo mayor y mi vida se conformaba según un guión muy distinto al imaginado. \n\nEn febrero de 1997 yo estaba en Nueva York, olvidado por completo de Muñoz Molina, cuando Lucía Heredia me hizo el regalo impagable de la Frick Collection. Era una mañana neblinosa y muy fría. "Quiero llevarte a uno de mis lugares preferidos de Manhattan, dijo, ¿lo conocés?" Yo no había oído hablar de aquel museíto o lo había borrado de mi memoria, y además me había negado a leer guía turística alguna antes de mi primer viaje, de modo que entré virgen y lustral, sin referencias ni expectativas -más allá del hecho maravilloso de hallarme en Nueva York, y esa maravilla lo llenaba todo de intensidad y anhelo-, que es como se descubren las cosas que de verdad importan. \n\nEran las diez y no había nadie. Cada cual fuimos por nuestro lado, en silencio, pisando las alfombras que tapizaban las salas, perdidos en el ensimismamiento de la contemplación de cuadros, esculturas, muebles, como si hiciéramos tiempo mientras el dueño la casa se vestía para recibirnos. Lucía sólo se me acercó dos veces, una para explicarme la diferencia entre el paisajismo de Constable y el de Turner (memorable lección) y otra para preguntarme por qué lloraba. A mí me dolía algo en el pecho, me di cuenta de que el prodigio de la pintura podía llegar a doler. Vermeer, Georges de la Tour, Bronzino, Ingres, Holbein, Tiziano, Whistler, los viejos maestros se me iban desvelando con una familiaridad extraña, con una intimidad que no tenía nada que ver con el bovino apacentamiento de los grandes museos. Entonces descubrí "El jinete polaco" de Rembrandt (o de quien lo pintara), esa obra que, según John Berger, es el comienzo de una historia contada por un anciano que ha visto muchas cosas y que trata sobre el adiós al hogar, sobre la entrada adulta en el mundo, sobre el enfrentamiento con el propio destino. El instante fue inolvidable, precisamente porque yo había olvidado que aquella pintura estaba allí, en la Frick Collection, y que Muñoz Molina se refería a ella en su novela o en su explicación del origen de la novela. \n\nA mí, la verdad, me impresionó mucho más el autorretrato con bastón de Rembrandt (este sí el viejo y verdadero Rembrandt) que hay al lado del famoso jinete. Pero ese es otro tema. A partir de aquella dolorosa epifanía de la pintura he vuelto siempre a la Frick en mis viajes a Nueva York, he procurado repetir con mis seres queridos la transmisión del regalo que me hizo para siempre Lucía Heredia aquella mañana de 1997, y cada nuevo paseo por sus mullidas salas ha ido pautando de alguna manera mi vida. \n\nY hete aquí que Lucía me acaba de regalar Ventanas de Manhattan de Muñoz Molina. Por alguna razón supersticiosa yo nunca había querido leer este libro, temeroso de que me hiciera daño o me llenara de melancolía, pero ahora Lucía me lo pone delante -por algo será- y abro al azar una página y leo unas frases que resultan estar muy cerca de mi propia experiencia:\n\n
"Hay lugares de la ciudad que uno descubre por sí mismo en sus caminatas solitarias y otros que le son revelados como un regalo generoso de la amistad. Ese regalo se vuelve un tesoro enaltecido por el agradecimiento para el que lo recibe, en un recuerdo y también en la posibilidad de otro regalo. En el lugar estará siempre quien nos lo descubrió y el momento de nuestra vida en el que gracias a su mediación lo conocimos. José María Guelbenzu me había dicho que ese museo del que yo no había oído hablar nunca era el que más le gustaba en Nueva York. Ahora yo la guiaba a ella, igual que Guelbenzu me había guiado a mí..." \n\n \n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n\n
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