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  • Llegamos de los primeros. Anna ha tenido una idea excelente. La mañana es deliciosa. El verde de las montañas es un verde de pinos limpios, porque ayer llovió, y la naturaleza parece tan aseada como si alguien la hubiera preparado para que hoy podamos disfrutarla. ¡Qué azul de cielo! Sólo dos colores, el verde y el azul, que envuelven el pueblo para que tenga el punto preciso de luz. Los plátanos están mucho más verdes que en Ciutat, y aunque ya hay hojas amarillas en el suelo, está claro que el otoño sólo se anuncia. Casi igual que en nuestras vidas: ya tenemos hojas amarillas en algún recodo del alma, a qué negarlo, pero hay zonas frondosas que anuncian años de esplendor. Exagero, me dice Anna. Es posible, pero qué más da, por qué no ser de vez en cuando un poco fanfarrón, y dejarse llevar por la levedad de la vida, como si fuéramos aves de de paso que saborean el aire, y darle la vuelta a Jorge Manrique, que tanta trascendencia me dio en la juventud, un poco a contracorriente. A la juventud no hay que enseñarle el camino y no su final, porque en el camino están las señales verdaderas. Y si no, que lo diga Salvador, con sus 83 años andando a nuestro ritmo, porque tiene las piernas más jóvenes que su carné de identidad. Y no se lamenta, y se aviene a avanzar con nosotros, y hace las sugerencias necesarias para que sepamos, por si aún no lo habíamos entendido, que la búsqueda del tiempo perdido no se contradice con el disfrute del presente. El bar, que es una taberna con el espíritu de una conversación ligera alrededor de la mesa, es bueno para un café con un rubiol, y el cabello de ángel endulza el corazón como un acogedor arrullo. Claro, también se puede comer un dulce como si acunáramos el corazón. Anna se inquieta cuando se da cuenta de su curioso parecido físico con la señora Palin. Yo le digo que ya hace tiempo, desde que McCain la presentó al mundo, que me había dado cuenta, y que no se lo había dicho, por si acaso. Qué tontería, me contesta Anna, como si yo no te estuviera comparando siempre con el ingeniero F. Y no puedo escribir el nombre, porque esto sí que me parece excesivo. Y desde luego, dice Anna, no voy a cambiarme de gafas por dejarme de parecer a Palin, con lo que me han costado. En fin, le digo, yo pienso que no es sólo cuestión de gafas. Nos reímos de veras. ¡Pero si representa lo que no soy! En la calle nos invitan a otro café, que resulta magnífico, negro y ferviente, como si de verdad fuera de Brasil. Qué aroma tan dulce tienen las cosas sencillas. Hay bordadoras sentadas, de la edad de mi madre, y vendedores de pasteles y de tartas, y la orquesta del pueblo que alegra el ambiente aunque los metales chirrían un poco, y un señor catalán que vende butifarras del Pirineo, a quien le compro una porque me ha parecido entrever que me va a gustar como si me llegara directa de la memoria. Pasa rápido el tiempo, y esto no es un inconveniente excesivo, si no fuera porque Ire y Edu esperan la llegada de los dulces prometidos. Al regresar, vemos los mismos colores en el horizonte, pero nosotros, justamente nosotros, ya no somos los mismos, aunque sólo hayan transcurrido unas horas. Y es que los momentos felices de la vida dejan siempre en el alma el sabor algo ácido del tiempo que huye con lo mejor de nosotros. \n\n

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  • 2008-10-05 13:32:09
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  • El aroma de la felicidad
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