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  • Somos la generación de las despedidas. No de las despedidas dramáticas, de las qua hacen remover las entrañas porque no se sabe si volveremos a ver a la persona que se va. No: se trata de leves despedidas, para un período de tiempo razonable, asentados sobre la seguridad del reencuentro.\n\n

    S se va a Berlín, y ya estoy tan acostumbrado a despedirme de ella en el aeropuerto, que el hecho de levantarnos temprano y acompañarla a la sala de embarque ha pasado a formar parte de nuestra vida, puesto que lo hago varias veces al año, y los movimientos parecen los mismos, una repetición sistemática de lo mismo.\n\n

    Pero no es lo mismo, sólo lo parece.\n\n

    En cada despedida hay un gesto que nunca es una repetición, porque abarca mucho más que el simple movimiento de una mano que se alza para decir adiós, y en cada abrazo no hay sólo dos cuerpos que se abrazan para decirse lo que quizás no se puede decir con palabras.\n\n

    Un adiós siempre es un gesto irrepetible.\n\n

    Un aeropuerto es un lugar frío, y no es un escenario de la imaginación. Al despedirnos, el medio de transporte no está a la vista, como en el puerto o en la estación del tren. En un aeropuerto sólo están los que se despiden, y nada más: el escenario es un lugar que parece estar ahí para disolver a las personas, y quizás por esto sea más moderno que una estación marítima o que aquellas viejas estaciones de tren que llevan incorporadas las emociones en el andén, quizás porque hemos sido educados en la nostalgia de los puertos y de las maletas subiendo a los vagones.\n\n

    Un aeropuerto parece frío, pero sólo nos lo parece a nosotros, los de entonces. En cambio, los jóvenes han aprendido a moverse por sus pasillos como si fueran los andenes de las viejas estaciones ferroviarias. Yo también he aprendido a moverme por los aeropuertos. Y mi nostalgia del adiós, que siempre estuvo tan apegada al mar y a la tierra, se ha convertido poco a poco en nostalgia aérea.\n\n

    Pero ahora me doy cuenta de que en el aeropuerto hay también otras personas, no sólo los que se despiden. Por ejemplo, el limpiabotas. Cuando regreso al aparcamiento, me gusta ver al limpiabotas, que desde hace años es siempre el mismo, casi lo único inmutable en este almacén de viajes y de despedidas. Es un hombre serio que viste con elegancia su uniforme estricto de trabajo, con todos sus utensilios ordenados en el suelo, sentado en su magnífica silla. A mí me gusta verlo, porque me da la sensación de que por lo menos me suscita una reflexión elemental y muy gratificante: hay que limpiarse los zapatos, porque así durarán más. Un pensamiento simple me empuja a no dejarme arrastrar por otros pensamientos más sentimentales, que cargan la experiencia con un peso quizás demasiado trascendente, que de madrugada no es un buen compañero de viaje.\n\n

    No, cada despedida es una despedida y no una costumbre. Y qué bien, de todas formas, que además de despedidas, haya también otras cosas a las que agarrarnos: creo que hoy voy a cocinar pescado, con una salsa que haré aprovechando el caldo que ayer me sobró, que estaba muy rica, de salmonete y puerro.\n\n

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  • El limpiabotas del aeropuerto
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