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Paseando por Madrid vi a dos mendigos que leían un libro. Me pareció un acto de valentía, porque los vi a primera hora de la mañana, y quizás habían pasado la noche al raso. Cuando vivía en Madrid no me daba cuenta de todo lo que ocurría a mi alrededor, o al menos no me daba cuenta de todo lo que merece ser mirado, y comprendido, y gozado. Un mendigo lee un libro sentado en el suelo, sobre la acera, en Santa Engracia, y tiene un pequeño bol en el suelo para que coloquemos una moneda, y mientras tanto él lee un libro, y no levanta la vista hacia nosotros, que pasamos a su lado, y miramos boquiabiertos, y queremos entender de dónde saca las fuerzas este hombre de cuerpo abandonado a su suerte, y que sin embargo tiene una mente que desea saber algo que aún desconoce...Y más adelante, en Luchana veo a otro, con su carro de hipermercado lleno de cosas, y él sentado en un banco, leyendo. La necesidad de saber, desde una situación de extrema dureza, merece que...Iba a decir que quizás es una señal de esperanza, pero no estoy seguro, porque quizás ellos la han perdido para siempre, y al verlos no puedo pensar en el género humano sino en ellos dos, sólo en ellos dos. Al cabo de unas horas entré en el Prado y contemplé el legado de Francis Bacon, su insistencia en retratar la indigencia de la carne, como si la carne humana fuese solamente carne, aunque su intento no consiguió transmitir sólo carne, porque yo vi transcendencia: la que quizás él no quería transmitir, porque no creía en dioses, ni yo, pero creía en otras cosas, y desde luego en la belleza, y en la amistad. Aunque su amigo George Dyer se suicidara.\n\n
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