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 Acabo de llegar a Leticia, la capital del departamento del Amazonas colombiano. Durante kilómetros y kilómetros el avión ha sobrevolado una alfombra tupida e interminable de árboles; miles y miles de kilómetros cuadrados de tapiz vegetal solo roto por la línea serpenteante de algunos ríos y arroyos, que desde aquí arriba se ven como hilos sinuosos que se retuercen en mil mandros para poder abrirse paso entre semejante maraña de vida vegetal.\n\nParace increíble que la tala de selva amazónica pudiera un día acabar con esta brutalidad de paraje natural. Se me antoja que por muy poderoso que sea el ser humano, por muy potentes sus máquinas, sería imposible acabar con toda esta cantidad de árboles, tan apretados y compactos como fósforos en una caja de cerillas. Pero mejor no dar ideas. Basta con ver lo que se está haciendo en la amazonía brasileña para saber que sí, que si la codicia del hombre se lo propone puede acabar con esto y con lo que se le ponga por delante.\n\nLeticia está, literalmente, en el culo del mundo. A dos horas de vuelo desde Bogotá, en medio de una selva que ni la de Tarzán, a orillas del Amazonas e incomunicada del resto del mundo por tierra. Solo se puede llegar en avión o en los lentos barcos de pasaje y carga que recorren el Amazonas hacia Iquitos o Manaos.\n\nEsta zona es conocida como la de las tres fronteras, porque aquí coinciden los lindes de tres países con intereses amazónicos: Brasil, Perú y la propia Colombia. Cada uno creo una ciudad para dar soberanía a su zona de selva. Leticia, la colombiana, esta en la orilla norte del río. Contigua a ella queda Tabatinga, la brasileña, tan contiga que no hay separación física entre la dos ciudades; en una acera estás en Colombia y en la otra sin que nadie te pida el pasaporte, estás en Brasil. Enfrente, en la orilla sur, se levanta la pequeña y menos próspera Santa Rosa, la ciudad peruana. \n\nCon semejante revoltillo geográfico, ecológico y social, el interés de la visita está garantizado. Mañana continúo. \n\n \n\n\n\n\n\n
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