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  • La mochila sustituye al macuto en tiempos de paz prolongada. Dentro del macuto se podía encontrar un espartano estropajo, jabón artesanal, confeccionado con sosa cáustica y aceite de oliva refrito, un rosario y un libro con oraciones preciosas, como ésta: "Oh Dios que hiciste caminar a los hijos de Israel por medio del mar a pie enjuto y que por medio de una estrella mostraste su camino a los tres Magos, te rogamos nos concedas viaje próspero y tranquilo para que, acompañados de tu santo ángel podamos llegar felizmente a donde vamos, y después de todo, al puerto de la eterna salvación".
    Las mochilas que los pasean por el mundo en verano no arribarán a un puerto tan definitivo y serán izadas a trenes, aviones y barcos, por portadores muy diferentes de aquellos que en 1948, antes de iniciar una peregrinación universitaria a Santiago de Compostela, organizada por el Sindicato Español Universitario, recitaban la oración que hemos recogido un poco más arriba.
    En su interior, se encontrarán servilletitas humedecidas por colonia y un gel suave que cubrirán, en un 67 por ciento, las funciones del imprescindible bidé, tubos con pomadas antialérgicas, preservativos, cepillo de dientes, bragas de papel de talla universal, vaselina, píldoras del día después que las mamás –incluidas las que comulgan con el Tea Party- han metido en las mochilas de las niñas, dentífrico, una barra de una sustancia que alivia rápida y eficazmente las picaduras de los insectos y varios paquetitos de galletas de textura e ingredientes muy variados.
    Hay, en algunas, espacio incluso para una pamela o para las lentillas que ritualmente los muchachos y muchachas se quitan de los ojos antes de quedarse dormidos e introducen en unas cajitas circulares de color blanco que también tiene su sitio en algún compartimento de la mochila.
    Los jóvenes de la mochila son muy decididos cuando viajan. Poseen unos saberes transmitidos por miles de folletitos y mapas (que son de menos gramaje y amplitud en las mochilas de los japoneses, acostumbrados a constreñirse en todo y también en esto) y por colegas que viajaron antes que ellos.
    Si toman el barco misterioso que habrá de conducirlos a islas de esas que incluso cuesta trabajo encontrar con el Google Earthd, se les verá a los cinco minutos en el rincón preciso de la nave, con los sacos de dormir desplegados. Acostados, desatentos a la partida y a la puesta de sol. Convencidos de que _jóvenes como son_ disponen de tiempo para volver otra vez a ese mismo lugar y observar los matices que ahora menosprecian.
    Los despertará el hambre. Sin abrir los ojos, encontrarán el bar del barco y pedirán al camarero una cerveza en inglés _el esperanto de los jóvenes_ y beberán de la lata-bomba hasta la última gota, para lo que parece que la naturaleza sabia va dotándolos de una vértebra más que al resto de los mortales, que les permite inclinar la cabeza hacia atrás, en un ángulo casi de funámbulo, y hacerse con el contenido íntegro del envase. También están desarrollando un abocinamiento especial en los labios con el que se adhieren a la extraña geometría del agujero de la lata, con una fuerza y una eficacia de chupadores mutantes.
    Después hablan, cantan y manosean el móvil. Los días que dura la travesía, los consumen en ducharse todas las mañanas en los lavabos comunitarios, beber constantemente cerveza y coca-cola, fumar, echarse desodorante y leer novelas.
    El verano pasado todavía se llevaba Millenium. A un viajero solitario, de mochila más ordenada que los cajones de su habitación en un liceo parisino, se le ha visto leer un libro de título insólito: "Máximas, pensamientos y caracteres".
    Hacen transbordo de tren en las estaciones más remotas con la precisión de un desfile militar. Mientras que los mayores se entretienen y se pierden en las ventanillas de información, preguntando horas de partida y de llegada, duración del viaje y precio, ellos ocupan al trote los asientos más cómodos y sitúan sus mochilas en los portaequipajes más despejados.
    Esperan la puesta del sol entretenidos en conversaciones, en oír la música de sus ipods y en cantos. Hay grupos de jóvenes uniformados que suelen acompañarse de guitarras y ayudarse de cuadernos en los que han copiado o pegado fotocopias con las letras de las canciones que entonan.
    Con las primeras oscuridades, se quedan dormidos. Se contorsionan peligrosamente en sus asientos hasta encontrar la postura más cómoda. Invaden los asientos cercanos con sus pies y no se preocupan demasiado si el viajero de enfrente da reposo a los suyos en el asiento que ellos ocupan.
    Las personas mayores, al verlos dormidos, los miran con envidia. Porque ellos no han sido educados para invadir el espacio ajeno y no lograrán conciliar el sueño, temerosos de dejar caer la cabeza sobre el hombro del vecino y de cómo se interpretará este gesto incontrolado.
    Se ve felices y despejados a estos jóvenes europeos o japoneses. Los miman en las fronteras. Se les mira en bares y hoteles con el orgullo con que se extasía el buen burgués ante su heredero.
    Mientras, los malos modos quedan para muchachos que se han hecho mayores antes de tiempo en la emigración y en trabajos despreciados por los padres de los jóvenes viajeros de la abundancia. Estos desgraciados protagonistas de un viaje de otro tipo suelen tener la piel menos blanca, si no oscura, pelo naturalmente rizado y bigote intempestivo. Son africanos a los que en las fronteras se les grita y se les exige hasta el último requisito. No llevan mochila. Vuelven a sus hogares cargados con enormes paquetes y bolsas de los grandes almacenes, repletos de artículos muy esperados en sus casas de Marruecos o de Argelia. Si los aduaneros hablasen, nos dirían que jamás han encontrado en estos bultos una Pamela. No hay sitio.
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  • 2011-03-17 07:31:21
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  • Con la pamela en la mochila
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