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  • En apenas una semana me iré de vacaciones con seis amigos por Francia. El plan es muy sugerente: Recorreremos parte de los Pirineos Atlánticos y, si hay suerte, nos adentraremos hasta donde podamos llegar de los Alpes, para volver por la costa Azul y las blancas playas de Niza. Dos semanas de turismo por el país vecino. Y, durante esas dos semanas, no veré a Huracán.

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    A lo mejor puede parecer que la historia que estoy contando es sobre Huracán y sobre mí (o sobre mí intentando conquistar a Huracán). Pero en realidad no es así. Huracán es una pequeña parte de la historia de capullez que protagonizo. Es, quizá, la parte divertida. Uno no es el Señor capullo sólo por perseguir a una jovencita morena y hermosa y hacer un poco el tonto. Para ser el Señor Capullo hay que pasar a otro nivel, tener una Historia detrás.

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    Esta es la historia de Lentillas.

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    De los seis compañeros de viaje de este verano destaca una muy especial para mí: Lentillas. Lentillas entró en mi vida una soleada mañana de domingo de un frío mes de Febrero de hace ya casi cinco años. Apenas cruzamos dos palabras y, a decir verdad, me dio la sensación de que no le había caído muy bien. En realidad fue así. A mí, por el contrario, me pareció muy atractiva. Pero no creí que fuera a verla nunca más. En lugar de eso, Lentillas ha sido mi compañera de vacaciones desde entonces. Qué cosas.

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    En contra de mi intuición, sí que nos vimos otras veces y, a decir verdad, muy a menudo, aunque eso no quiere decir que mi relación con ella mejorara, al menos al principio. Ninguno de mis comentarios supuestamente jocosos le hacían sonreír lo más mínimo y, cuando me miraba con esos enormes e intensos ojos azules, me hacía plantearme mi pertenencia, no ya al grupo de los capullos, sino al grupo de los idiotas. Pero es lo que pasa cuando Lentillas te mira: sientes que te está mirando directamente el alma y te obligas a mirarte tú también y, joder, te das cuenta de que la has descuidado un poco, y que está desordenada… y sientes la necesidad de mejorar para que a ella le guste.

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    Pero nos hicimos amigos, pese a mi miedo a parecer un tipo ridículo. Y, bueno, me fui relajando. Y así pasó: me enamoré hasta las trancas de ella. Pasó sin darme cuenta, poco a poco y desde las pequeñas cosas. No fue un amor pasional y explosivo, sino que se fue haciendo a fuego lento, basándose en la sensación de que nos complementábamos completamente. Ella era lo que a mí me hacía falta. De pronto me encontré con la necesidad de verla continuamente. O, al menos, de escucharla al otro lado del teléfono.

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    Sabía que no era correspondido. Eso se nota. Lentillas me quería mucho, se preocupaba por mí y se empeñaba en ayudarme a ser mejor persona. O yo intentaba ser mejor persona para intentar estar a su altura, no sé. Pero en mi fuero interno sabía que no sería para mí. Lo malo es que se me notaba mucho. Siempre se me ha notado mucho cuando estoy enamorado y, claro, era la comidilla de todos. Pero no podía dejar de estar pendiente de ella, cuidarla cuanto me permitía hacerlo y hacerla sentir muy especial. Y lo logré la mayoría de las veces. Eso sí, a costa de buena parte de mi salud mental.

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    Lentillas siempre negaba a todos los que lo insinuaban que yo pudiera estar enamorado de ella. Y yo también lo negaba, aunque era más que evidente. Pese a todo, nuestra amistad fue a más. Nos bastaba con mirarnos a los ojos para saber lo que estaba pensando el otro. O como estaba. Y si por un casual pasaban unos cuantos días sin que habláramos, enseguida estábamos pendientes de que no hubiera ningún problema. Todo parecía ir muy bien, salvo por el pequeño detalle de que yo me moría por besarla o por abrazarla bien fuerte.

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    Hasta que no pude más. No es que tuviera la más mínima esperanza de que ella me confesara un amor secreto por mí. Pero no soportaba no poder decirle a la persona que amaba eso, que la amaba. Y, como de costumbre, elegí el peor momento: durante un puente, en un viaje a una casa rural, rodeados por todos nuestros amigos. Anduve todo el tiempo nervioso, pensando en como enfocar el asunto para que el daño fuera el menor. Y, claro… ella me lo notó. Y fue la que me abordó y buscó el mejor momento para que habláramos. Y el resultado fue el esperado. Me abrazó, me acarició y me dijo que lo sentía. Que me quería, que me quería mucho, pero no de esa manera. Y me dijo que no quería perderme.

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    A pesar de que el resultado era el esperado, quedé hecho polvo. Por mucho que uno se prepare para estas cosas, por mucho que uno se auto convenza, por mucho que uno intente endurecerse, el golpe siempre es duro. Pero ella intentó hacerme el menor daño posible y estuvo pendiente de mí el resto de los días, aunque yo la intentaba evitar (lo que fue peor, porque fue un cambio muy drástico en mi actitud y, junto a la cara de perro que llevaba a todos lados, dejó bien claro a todos lo que había pasado). Y la gente empezó a ser condescendiente conmigo, cosa que no soporto.

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    Cuando ese fin de semana largo terminó, tardamos más de un mes en volver a vernos y apenas cruzamos un par de SMS durante ese tiempo, siempre respuestas mías a los suyos. Ella aceptó que tenía que tomarme un tiempo antes de que las cosas fueran igual que antes… o todo lo igual que antes que pudiéramos. Y no hizo falta decir nada. Ella supo inmediatamente que yo seguía mal, a pesar de que había recuperado la sonrisa y volvía a hacer las bromas de siempre. Casi no hablamos nada durante la fiesta.

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    La verdad es que la cosa parecía ir muy mal y, sobre todas las cosas, yo la echaba mucho de menos. Echaba mucho de menos a mi amiga y las largas conversaciones sobre nada en particular que teníamos. Echaba mucho de menos sus ojos azules, azules como lo más azul que a uno se le pueda ocurrir. Y su sonrisa luminosa. Pero ¿Como volver a ser el tipo distendido y jovial que era, si en el fondo tenía ganas de llorar todo el tiempo? Por suerte pudimos hablar una noche, cara a cara y arreglarlo. Al menos en apariencia. Sabía que si no reaccionaba no sólo no tendría a la mujer que amaba, sino que, además, perdería a mi mejor amiga. Así que fabriqué un personaje divertido y pasota y lo interpreté… al menos cuando estaba con ella. Y debí de ser muy convincente, porque se relajó. La idea era pasar lo peor y, con el tiempo, recuperarme… sin perder a Lentillas.

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    Como muestra de recuperación le propuse que nos fuéramos de viaje junto con otros amigos. La idea era pasar una semana o diez días en Portugal, por la zona de Lisboa. La cosa no fue tan fácil, ya que el destino quería que me doctorara en Capullez, y con honores. Uno a uno, nuestros amigos fueron cayéndose del viaje… trabajo, pareja, familia… todos por motivos justificados. Hasta que sólo quedamos Lentillas y yo. Horrible dilema…

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    ¿Debería irme sólo con ella o confesar mi mentira y admitir que seguía dolorosamente enamorado de ella?

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    Mañana pondré la continuación. A quienes hayan llegado hasta aquí… gracias por la paciencia.

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    Si quieres comentar algo sobre esta entrada puedes hacerlo en el nuevo blog "Memorias de un gusano de seda - La historia de Lentillas"

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