LACOMUNIDAD.ELPAIS.COM_UNDOS333_2007_9_27_ATARDECER-SOBRE-JUNCOS

Ayer, después de unos días en los que me he ocupado de otras cosas, regresé de nuevo a mis campos, a mis cardos, a mis piedras, y a mis caminos. Tenía muchas cosas que contarle a mi bicicleta así que fuimos muy despacio. La tarde era estupenda; no hacía frío ni calor, lucía el sol y todo parecía haber cambiado de repente. Con las últimas lluvias los caminos no estaban cubiertos de polvo; era como si alguien hubiera limpiado el mundo para mí.\n

Mi bicicleta y yo charlamos. Le hablé del Sr. Fontanero Ruiz, Patrón de Pesca, y de cómo ella –mi bicicleta-, podía ser un barco. Al principio me miraba de lado, inclinando el manillar, como miran los perros cuando les dices algo que no alcanzan a entender, pero que intuyen que es importante, luego, en seguida, comprendió de qué le hablaba.\n

Le hablé de los reclusos, de todo ese calor humano; le hablé de libros, del señor Gil, de José Carlos, de las historias de barcos que me contó mi madre el otro día; le hablé del señor Espino que dice que haría un ejército de hombres como yo: un ejército de hombres como yo… ¿te figuras? ¡Qué desastre! Siempre he admirado a los hombres que son capaces de expresar sus emociones y las sueltan y las hacen explotar, como cargas de dinamita.\n

Cuando leí ese comentario pude ver con claridad el alma de ese señor. Sentí su fuerza y su valor. Con cuatro palabras había construido un sólido refugio en alguna parte del universo para mí. ¡Cuánta fuerza en esas palabras y cuánta decisión! Sólo un alma curtida puede decir con esa sinceridad demoledora lo que siente. Cuando leí ese comentario pensé en que, si alguien me hubiera dicho algo así hace un montón de años, cuando empezaba a escribir, hubiera escrito sin parar tres capítulos de una novela con él de personaje principal.\n

Le hablé a mi bicicleta de muchas cosas mientras bajábamos dando saltos por las roderas que se habían formado con el agua y esquivábamos las piedras sueltas.\n

Los cardos de mis campos seguían allí, silenciosos, como viejas torres de castillos embrujados. Mis cardos me observaban, serios. Mis cardos… Como barcos embarrancados, olvidados, perdidos, esperando en silencio el regreso al origen, a la esperanza del resurgir de nuevo del polvo del camino y de la tierra.\n

La tarde transcurría lenta y era un placer sentir la calma del lugar. Bajamos hasta la laguna. En los cañaverales se estaba poniendo el sol y los colores sufrían una transformación tan fascinante que, a duras penas podía retener mi alma, que parecía querer escaparse de mí y salir volando. Pensé en Mar, y pensé que ella también andaría por algún lugar del mundo buscando sus colores. Aquí tienes colores, amiga, -me dije a mí mismo, en un murmullo-. El sol, ahora a contraluz, atravesaba las copas de los árboles, las hojas, los tallos de los juncos sobre el agua, el agua misma. Yo había parado en mitad del camino y miraba directamente al sol a través de las cosas. Toda esa luz pasó a través de mí también y se marchó, siguiendo su camino en el espacio. Hubo un instante perfecto en que todo explotó en una inmensa sinfonía de luces doradas que fue llenándose de matices rojizos y grises y luego, de pronto, como si cesara el hechizo, desapareció todo de un modo misterioso. Miré a mi bicicleta pero ahora ya no veía nada. Se me habían llenado los ojos de lágrimas y luz.\n

Era de noche; mi bicicleta y yo regresamos despacio para casa, cargados de recuerdos. Aún me quedaba agua en la cacharra y bebí un trago muy largo. Estaba fresca. Algo se había marchado para siempre igual que aquella luz, algo que ya no volvería más y al mismo tiempo regresaría siempre. En mi alma aún guardaba yo toda la vibración de esa experiencia, esa maravillosa luz era la música del mundo, el instante fugaz que permanece. Aquel instante se había quedado enredado en mi corazón y allí se quedaría para siempre.\n\n\n