Son las ocho de la tarde de un viernes del mes de diciembre. La sala del bar de copas está en penumbra, excepto por el círculo de luz que ilumina el escenario. Sobre él, sentado en una silla, un niño de siete años recita muy serio este poema:\n\n
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“¡Riin! ¡Riin! ¡Riin!\n\n
El ejército come, despiertan de su amargura\n\n
de judías.\n\n
La alarma sonaba siete veces seguidas.\n\n
El soldado Buenaparte corría con el cazo de\n\n
judías sin parar, de un lado para otro.\n\n
-¡Amenaza de bomba!\n\n
Y aquellos profesionales a un niño y el niño a\n\n
su perro.\n\n
¿Pero, que estaba pasando con las judías de \n\n
Buenaparte? \n\n
Las judías tiradas, pisoteadas y mal tratadas”. \n\n
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El niño termina, se levanta y me busca con los ojos deslumbrados. Viene hacia mi dando un rodeo para evitar pasar entre las mesas, los vasos, y el humo del tabaco. Un hombre mayor, con traje y con corbata, ocupa su lugar y desde el escenario llega el rumor de una poesía. El niño se sienta a mi lado.\n\n
-¿Tú crees que la habrán entendido? -dice el pequeño.\n\n
Miro a mi alrededor y observo el panorama. Todo el mundo espera su gran momento.\n\n
-Creo que no -respondo-, pero eso es lo de menos. \n\n
Una chica se acerca hasta nosotros: \n\n
-Ángel, ahora vas tú.\n\n
Miro al niño, le pongo la mano en la cabeza, sonrío, y mientras le alboroto el pelo, le digo en un susurro: \n\n
-Te quiero, enano, lo has hecho bien, muy bien: espérame un momento, que en seguida termino con esto y nos vamos a montar en bicicleta.\n\n\n
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