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  • Verne tenía razón. Habíamos partido de la isla a media mañana y, después de un viaje de más de veinticuatro horas, aterrizábamos al atardecer del mismo día en nuestro destino, un oasis de luces de neón en el medio del desierto. Gracias a la diferencia horaria habíamos amanecido en una cabaña en una isla del Pacífico y, en el día más largo de nuestras vidas, íbamos a dormir en la habitación de un lujoso casino. ‘Íbamos’. Viva Las Vegas.\n\n

    Sonó un timbre y todos en el avión nos levantamos, nos abrigamos y cargamos con nuestros equipajes de mano a la espera de que abriesen las puertas, lo que no ocurrió hasta quince minutos más tarde. Una señora se mostraba especialmente impaciente pues juraba en lo que me pareció ser arameo y cuando por fin pudimos abandonar el avión se abrió paso a empujones y desapareció por la rampa de salida como quien va a apagar un fuego. Achacando aquellas prisas a algún tipo de incontinencia, Isra y yo recorrimos aquel largo aeropuerto impactados por la fascinante decoración. Todos los pasillos y salas estaban adornados con cientos de maquinas tragaperras. Y ante una de ellas se encontraba nuestra arisca compañera de viaje introduciendo incesantemente monedas con cara de satisfacción.\n

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    Nuestro hotel resultó ser un lujoso casino con la forma de una gigantesca pirámide de color negro. Con nuestra polvorienta indumentaria y pordiosero porte, saludamos efusivamente a los elegantes botones y, silbando alegremente, atravesamos las doradas puertas para darnos de bruces con unas enormes estatuas de faraones y dioses egipcios del más allá, que no nos llamaron tanto la atención como las tres reinas que, más acá, nos esperaban con los brazos abiertos, aún cuando por nuestro singular aroma corporal, más les valdría haberlos tenido cerrados a cal y canto. Se trataba de mi prima Inés y sus dos amigas Belén y María, que se encontraban viajando por la zona y con quienes habíamos quedado en vernos a través de Internet, diabólica invención. Se mostraron, no obstante, un tanto sorprendidas, quizás por el hecho de que habíamos quedado allí hacía más de quince días y desde entonces no habíamos dado noticia. Inés mesó mucho mis barbas y me comentó que no recordaba tener un primo vagabundo. \n\n\n\n

    Subimos todos a nuestra habitación, tan bonita que parecía de otros, y allí las chicas nos hicieron la pregunta. ‘¿Qué tal?’, dijeron. Isra y yo nos miramos y, con sendas sonrisas, nos entendimos a la perfección. Era imposible resumir en una frase todas las experiencias que llevábamos a la espalda. Tomamos, pues, asiento y comenzamos a contar nuestro periplo, mirando hacia atrás por primera vez con sentimiento de nostalgia, turnándonos para hablar del frío de China o la costa camboyana mientras poco a poco la estancia se iba llenando de los más variopintos personajes que acudían de nuestro recuerdo a escuchar su historia; la china de los petardos, Manolo el hippie, la inglesa de la minifalda, los guerreros de Xi’an… Una vez que terminamos, despertamos a las chicas y nos preparamos para salir por Las Vegas dispuestos a darlo todo.\n\n\n\n

    Los clubes de Las Vegas son ciertamente exclusivos y la concurrencia acude a ellos con lujosas prendas y lo más granado de su ajuar. Pero como lo más elegante que portábamos nosotros eran unas botas de montaña, decidimos ponerle remedio durante esa ceremonia tan nuestra, que ya teníamos casi en el olvido, llamada botellón. Así, en la habitación de las chicas revolvimos unas maletas que allí había hasta dar con el atuendo idóneo, y partimos ataviada María con mi sombrero de cow-boy, Inés con un sobrio pañuelo de calaveras, Isra con su elegante camiseta de Barrio Sésamo, Belén sin más postizo, pues es de por sí estilosa, y yo con unas enormes gafas de sol y una ajustadísima chaquetilla de punto que, aunque me tiraba un poco de sisa, cumplía su función a juzgar por los guiños de ojo con que me obsequió en el ascensor un amanerado huésped. \n

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    Pensando quizás que había llegado el circo, el portero de la discoteca permitió nuestro acceso al recinto y nos vimos inmersos en una atmósfera de luces, colores y música atronadora donde, cuidando muy mucho de que no se derramase el precioso contenido de nuestras copas de a once dólares, comenzamos a agitar nuestros esqueletos dando salida a todo ese ritmo latino que al parecer corre por nuestras venas. Y como en todas partes abundan individuos que, vaso en mano, recorren desesperadamente los locales en busca de una moza que llevarse a la boca, Isra y yo, normalmente marginados a causa de nuestro habitual aspecto de limosneros, nos sentimos por una vez, acompañados de tanta fémina, dichosos y envidiados.\n\n\n\n

    También quisimos tentar a la suerte en una de las numerosas ruletas que pueblan los casinos y tomamos asiento en una de ellas al objeto de estudiar cuidadosamente sus normas y observar su proceder. Un amable ludópata nos explico todos los secretos de aquel invento que, sin embargo, no debía conocer a la perfección, pues durante el tiempo que habló con nosotros su inicial montaña de fichas fue descendiendo hasta quedar en un pequeño cerro, mientras en la mesa una eficiente crupier dirigía con un taco docenas de círculos de plástico para hacerlas caer en un agujero. Analizamos concienzudamente la situación, pusimos cinco dólares cada uno y meticulosamente fuimos repartiendo nuestras coloridas fichas de tal manera que teníamos cubiertos casi la mitad de los números posibles. Con semejante estrategia no podíamos fallar. Sin embargo, la bolita se paró y en un instante todas nuestras fichas fueron a parar al agujero. Ahí entendí yo porque en Las Vegas el precio del alojamiento es tan barato. ¡Lo que quieren es que vengas a jugar! No parece mal negocio, esto de los casinos.\n\n

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