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    Disimulando una lagrimilla nos despedimos junto al aeropuerto del Chrysler plateado, nuestro fiel compañero de viaje, y arrastrando los pies nos dispusimos a partir rumbo a nuestro último destino.\n\n\n\n

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    La gente que se queja de la comida de los aviones suele ser la misma que se queja cuando no se la dan. Yo, sin embargo, retiro siempre ilusionado el papel que cubre los recipientes, me admiro de que quepa tanta cosa en tan poco espacio y me quema la lengua el ansia de probar esos menús en miniatura en que se traduce la receta de un tamaño reducido y una ejemplar organización, elementos estos que por otra parte aparecen asimismo sabiamente combinados en la legendaria carrera del Bombero Torero.\n\n

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    Aunque parezca una contradicción, en el asiento de un avión suelo dormir a pierna suelta. Sin embargo, en esta ocasión no pegué ojo, lo que es perfectamente achacable tanto a la melancolía del retorno como al hecho de que por una vez no habíamos dedicado la noche anterior a recorrer bares como si nos fuese la vida en ello y habíamos dormido, muy al contrario, cual guardias de seguridad. Consagré por tanto el vuelo a la exploración de la pantalla del respaldo delantero sirviéndome de un mando que se extrae del posabrazos. Resulta que es un ordenador con el que uno puede escuchar las novedades discográficas, jugar a la consola, consultar el itinerario, ver películas de estreno o series de televisión y solo falta que te lleve a la verbena. Con todo ello aguantamos las más de diez horas de vuelo sin echar una cabezada y solo cerramos los ojos presos del cansancio en el preciso momento en que el avión se disponía a aterrizar.\n\n

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    Llovía en Londres pero no nos importó porque había dos soles en el aeropuerto. Esther y Laura, las dos Dulcineas de esta quijotesca historia, nos aguardaban con dos pancartas alusivas a aquella entrañable serie en la que un león se iba a dar la vuelta al mundo con un gato y un ratón y había una mona que era pantera o viceversa. A los muchos besos les siguió un largo trayecto en metro hasta llegar a nuestro destino, un discreto hostal ubicado sobre un típico pub inglés. Ellas nos dijeron que tenían muchos planes, que había un montón de cosas que hacer en Londres y que para empezar esa misma noche nos íbamos a ir de cena. Isra y yo, sin embargo, nos miramos y cada uno vio en el otro a autentico despojo. Era media tarde pero para nosotros era la mañana del día siguiente y el viaje nos había molido, por lo que tras la siesta ninguno de los dos pudo levantarse para la cena. Después de tanto tiempo de ausencia, otras quizá no nos hubiesen vuelto a dirigir la palabra ni invitándolas a un crucero, pero como son dos fenómenas dijeron que nosotros nos lo perdíamos y se fueron tan ricamente a cenar las dos. Morfeo tocó la lira y dormí como un lirón.\n\n

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    Añorando parajes más exóticos y soleados, cumplimentamos Isra y yo nuestra visita a la capital inglesa acudiendo al Buckingham Palace, al Big Ben o al parlamento. También nos hicimos muchas fotos con guardias y cabinas de teléfono, algo que sería absurdo en cualquier otra ciudad del mundo y aún en Londres me plantea dudas. \n\n\n\n

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    Recorriendo el centro recordé con cariño aquellos tiempos en que echábamos de menos la presencia de algún compatriota y no nos teníamos que ver constantemente rodeados de castellanoparlantes que impiden la práctica de nuestro ameno vicio de hablar de los presentes sin que estos se enteren. Pasamos ante la embajada de Malta y al portero le hicimos gestos que simbolizaban “12-1. Su mirada de hastío y su forma de resoplar evidenciaban que no era la primera vez que lo veía. Definitivamente, Londres está lleno de españoles.\n\n

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    En una anterior estancia en la ciudad me habían cobrado una pasta por entrar en la catedral de Saint Paul, por lo que la visita al Museo Británico ni me la planteé. Pero toda vez que al llegar a España me enteré de que la entrada era gratis no podía ahora dejar pasar la ocasión de admirar la gran colección de antigüedades que esta gente, en singular aplicación del concepto de humor inglés, ha ido tomando prestada por el mundo. \n\n

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    Contemplamos lo queda del friso del Partenón, que no es mucho pero tampoco está mal si tenemos en cuenta que el edificio fue explotado turisticamente por los griegos y en sentido literal por los turcos, que lo usaban de polvorín. \n\n

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    El museo exhibe asimismo un gran número de porcelanas chinas, momias egipcias y esculturas de romanos borrachos de cáliz-mocho. Me gustó especialmente la Piedra de Rosetta, una roca de origen egipcio con diversos tipos de escritura y cuya importancia radica en que sirvió para descifrar los jeroglíficos, lo que me hace pensar que no me vendría mal algo parecido para entender los mensajes de texto que llegan a mi móvil. \n\n

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    A pesar de las protestas de la Visa fuimos también a conocer los almacenes Harrods, donde pensábamos hacer algunas compras. Después de un rato de búsqueda infructuosa divisé un tipo alto y espigado que, luciendo un elegante traje, revisaba la ropa de un mostrador. Me llegué hasta él y, después de saludarle, le dije que estaba buscando un gorro. El sujeto me miró parsimoniosamente y con evidente tono de desprecio me dijo: “Excelente. Yo estoy buscando calcetines”. Creo que es a eso a lo que llaman ‘flema inglesa’, expresión ésta que, quizás marcado por el contacto con las costumbres expectorantes chinas, me suscita manifiesta repugnancia.\n\n

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    De la afamada lluvia nos resguardamos los cuatro en un pub inglés donde degustamos cerveza belga, y así, en tan gratas compañías, fueron consumiéndose los últimos granos de arena en el reloj del viaje y llegó el tiempo de partir rumbo, no a un próximo destino, sino a casa.\n\n

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  • Reporte 29: Regreso a Londres
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