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  • \nEn la campaña donde pasaba mis vacaciones de verano, en la época lejana en que iba a la escuela, no había luz eléctrica, la del sol abundaba. A partir del horario elegido por el connotado astro en su compleja tarea diaria de aparecer, estar y marcharse, los humanos, lo mismo que las vacas y las calandrias, adecuábamos con grado variable de rigor, los nuestros. El tío se levantaba al amanecer. Eso contaba la tía. Nosotros, que acudíamos allí cada año, nunca estuvimos presentes a la hora de constatarlo.
    El número de vacacionistas gozosos que constituíamos, iba variando entre cuatro y siete en el transcurso de los días. Nuestro grado de parentesco en cambio, alternaba una sencilla serie binaria de primos y hermanos. \n\nEn la tardecita, cuando el sol se posaba en un horizonte revestido por pinceladas de colores que estremecían, se encendía una lámpara grande en el estar y unos pequeños faroles en el pasillo que llevaba al resto de las habitaciones. Allí se quedaban esperando su destino de acompañantes luminosos de los pasos en lo que quedaba del día, o el de torpes lazarillos de los ojos curiosos, que en el remanso de la noche, se paseaban gustosos por las largas avenidas de renglones de alguna lectura. Por las mañanas, manos diligentes los lavaban con esmero, borrando las huellas de humo que en su interior habían dejado sus trasnochadas huéspedes de minúsculas danzas de fuego. \n\nEntrar en la órbita de costumbres de aquella casa nos llevaba un lapso de horas que no alcanzaban a completar el tamaño de dos días. Al principio extrañábamos todo, padres y juguetes, los amigos del barrio, los dibujitos en la tele por las tardes, y especialmente, caramelos y golosinas. Los más precavidos llevábamos un pequeño surtido hecho con el vuelto de los últimos mandados. Duraba poco, lo menguaba el apetito acrecentado de varias bocas que se sabían de ahora en adelante, ante el fruto prohibido. Prohibido no por preceptos religiosos o morales – que de esos, alguno que otro había- sino por la sabida circunstancia de que en el campo, por más leguas y leguas que uno diera a la redonda, no encontraba nunca el quiosquito de la esquina. De paso, la escasez del mercado era la excusa perfecta para confinarnos de buen tino y sin resistencia de nuestra parte – consumidores desamparados a los arbitrios siempre cuestionables de la ocasión- a las mejores prescripciones sanitarias.
    \nAl tercer día, ni un solo pesar nos acompañaba. Ahora que lo escribo me cuesta creerlo. Pero así era. \n\nTexto: Ch.
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  • 2011-01-16 16:10:06
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  • Sin caramelos, entre el sol y los faroles
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